El jodido Dante vivió en un drama más que en una comedia, pero se hacía el gracioso diciendo cosas como esas. Como de divino tenía poco se dedicó a pensar que tal vez algún día más allá de su tiempo, cuando no estuviese vivo, podría llegar a ser feliz. Pero se equivocó.
Todo sucedía en torno al mismo punto. La cultura me la ponía dura y lo seguirá haciendo, sobre todo si estoy cerca. Si la escucho respirar. Si siento que está de mi lado. Y, sobre todo, si sale de mí partiendo de algo que siempre será lo mejor que me ha pasado. Una mamada de Natalie Dormer con depósito incluido en su afeitado occipital sólo sería intercambiable por todas las cosas que existen menos por una. El lugar del que estamos hablando es una plaza que tiene una pagana y de-todo-menos-Renacentista iglesia ocupada únicamente por señoras mayores que doblan las bolsas de plástico en forma de triángulo. En un extremo se haya una cafetería con encanto que lleva el nombre de una prerrománica civilización y en el que descubrí que beber Rooibos con miel, aparte de ser extremadamente poco heterosexual, es lo mejor que le ha pasado al agua caliente desde que se descubrió el fuego.
El otro extremo de la manzana está tan difuso en mi memoria como, lamentablemente, llegará a estarlo el que ocupa mi mente ahora mismo. Té caro, tienda de gominolas regentada por dos hombres extrañamente iguales con sobrepeso y que no desentonarían nada montados en un sidecar, y promesas que sólo venían de mi boca y rebotaban en sus gruesos labios para tan sólo quedar bien y no bajar la bragueta del todo. Qué típico.
La sensación de que todo gira alrededor de algo tan poco sostenible y extrañamente concéntrico es lo que creo que se llama nacionalismo, pero ligarlo a una especie de sopa de emociones no tiene mucho sentido, así que seguiré siendo un sin tierra con la cara bonita.
Todo empezó cuando un día de julio o de agosto me desperté a las 6 de la mañana. Acababa de descubrir Alt J y a eso del mediodía iba a coger un tren destino a lo más cerca del cielo que he estado nunca. Pero hasta entonces, no se me ocurrió otra cosa que abrir un círculo sin saber que no podría volver a cerrarlo hasta bastante tiempo después acudiendo a aquel sitio que siempre huele mejor que sabe.
El Señor de las Moscas de William Golding y De Ratones y Hombres de John Steinbeck.
Yo no quería, me lo aconsejó Sawyer.
Empiezas a leer El Señor de las Moscas en un banco de madera mientras el sol rebotaba en el papel y descubría sensiblemente la gracia de la mañana y te das cuenta que no sale una puta mosca en toda la novela, pero incluso así sigue siendo una buena crítica del sistema educativo y todas esas mierdas a las que uno se ve abocado a interesarse. Aquel día fue el más largo y el más feliz en mucho tiempo. De lo único que me arrepiento es de no haber estado despierto más allá de las 12 para haberte echado un polvo de buenas noches.
Día 1 tras el descubrimiento:
El círculo que seguía abierto sin que nadie se diese cuenta continúa trazando su trayectoria de una manera bastante cuadriculada. Tú vas, lo coges, das un paseo, ves que no hay ninguna chica guapa a la que sonreír y sales. Bastante simple. Hasta que un día, sin más, en pleno ataque de amor a lo breve y a la sociedad postmodernista sucumbes a la revolución de las máquinas y dejas de ir. Es todo tan triste que si fuera un escritor romántico estaría pasando en estos momentos la noche menos romántica de mi vida. Movidas del destino y del hijo de puta que hace girar esto, sin haberlo siquiera.
Pero de repente llega un día en el que piensas que tienes algo y lo pierdes. Corrección. Llega el día en el que pierdes algo que pensabas que tenías, y todo se desvanece. Lo que viene siendo el hipocentro de la desesperación no es más que un escenario con mal atrezzo, poca iluminación y el sonido dejando bastante que desear, pero la acústica de tu garganta por fin retumba a plena fuerza, por lo que el resto da igual. Teorizas acerca de El Gran Gatsby o la Generación del 27. Recreas el papel de hombre maldito que le ha tocado vivir en una época en la que no encaja y a ellas les encanta. Es la marca de la casa. Eslovaquia no está tan lejos si lo comparas como lo está ahora mismo el Sur de Francia, así que preparas tu mejor material y, sin más, el telón se desvanece.
Ni siquiera tienes tiempo para compadecerte un rato de ti mismo.
Esa misma es la noche en la que terminas con los labios pintados y sintiéndote extrañamente cómodo con un sujetador alrededor de tus pectorales. La fiesta se va apagando y termina tan apagada como cuando empezó. Ves amanecer en un sitio en el que sólo habías estado una vez y adquieres otra perspectiva que desde un octavo piso no habías asimilado a tu punto X. No tienes potencia para encontrar su punto G y la fiesta termina con el encuentro ante un personaje que encarna el recuerdo más arrebatador. Después, una puerta de un taxi explota y seis tipos desnudos hacen una especie de baile ante un monumento de Patrimonio Histórico. Pero cuando acaba todo no vuelves con la sensación de que alguien te la ha jugado porque esta vez te has boicoteado a ti mismo. Saber que vas a perder o jugar sin tener opciones de ganar. Es trampa siempre. Como saber que me sigues leyendo. Como saber que nunca me dirás que me sigues leyendo. Como saber que esto dejo de servir hace mucho tiempo. Como la derrotista asunción de que esto no será y servirá para más que atemperada auto-terapia.
Día 1 + 2 tras el descubrimiento:
En realidad el encanto de descubrir algo que estaba ahí todo el rato y que tú simplemente, por una vez, levantas la vista de tus bonitas pelotas tiene como única reacción la de darse con la yema de los dedos en la frente mientras tuerces el gesto, e inevitablemente, te pones mono con esa pose.
Repleto de cosas con mucha malta y poca Chipre chocas con la sacarina del azúcar que te han obligado a dejar más que por salud por no hacer buen uso de ella. Tienes una intranscendental figura frente, de nuevo, al escenario que recoge todas estas historias, y tras un intercambio de banalidades y sonrisas falsas sigues caminando con la seguridad de que eso terminará, por lo que te ahorrarás un viaje a un país del sudeste asiático para alquilar un vientre, vivir nueve meses entre gamuzas, humedad y tábanos del tamaño de mi polla en reposo para sustituir ese viaje por otro viaje, otro viaje a un país del sudeste asiático para alquilar un vientre a la vieja usanza, vivir nueve horas entre extremidades pequeñas y rápidas y túneles húmedos y calientes. Qué dónde va a parar.
Y el círculo aún no se ha cerrado. O pensar eso es lo comercial.
Pero allí fuera todo sigue igual. La jodida iglesia repleta de gente que parece que la tierra les llama. Una biblioteca repleta de chicas a las que no mirar torciendo el labio y una cafetería en el que un día escribí mi peor obra. Además de la parte fundida a negro que están tan oscura que apenas alcanzo a ver un mote gracioso, una pupila que vibra y un aroma que dejo de tener sentido la noche más corta del año de cuando aún éramos felices y ni siquiera lo sabíamos.