El tronco y el portafolios

Hay una casa en Nueva Orleans en la que sucede exactamente lo mismo que aquí. Allí la gente no lleva gorros de lana para que no les roben sus ideas como en Portland, simplemente caminan haciendo ruido con su zapatos de suelo de goma mientras juegan a que no se conocen. Todo es viejo y ordenado. Las paredes en vez de escuchar, chillan, pero hay una ley suprema que gobierna todo. La apariencia de futuro distópico y de impulso desiderativo no deseado es el estado habitual, la marca de la casa. Juegan a que no tienen nada que comer y se inventan una cena con un mantel de papel, un par de cubiertos de plástico y un trozo de animal muerto invisible. Beben Fanta después de que las burbujas se han evaporado al techo de la habitación, y el cine no es más que un rectángulo pintado con tiza en la pared donde un varón negro de veintimuchos te cuenta el argumento de Mejor Imposible cuando la ironía imperante, y a la vez desesperante, es la que obedece al no haber más estilo narrativo que el eterno retorno en giro inverso.

Los que viven en esa casa se fuman un canuto antes de salir a beber cerveza sin espuma, y la segunda peor persona que jamás hayas conocido tiene la entrada prohibida bajo pena de desidia e ignorancia. Los muebles son tan intensos que huelen, y cada cosa que es dicha entra esas cuatro paredes no tiene más escape que la inevitable evaporización y sustentación de la palabra hablada, como si nada fuera en serio. Porque nunca pasa nada. Pero en ese lugar prefieren que pase algo malo a que no pase nada por el hecho de tener una excusa con la que hablar con el ser más odiado del distrito, para que más tarde éste se piense que lo sabe todo cuando en realidad el resultado no es más que una confabulación manipulada y maniqueísta por aquellos que se hacen llamar los buenos, pero que son la peor casta que te puedas echar en cara

Y en una de las esquinas de la habitación más romboide y septentrional de la casa está escrito eso de qué difícil es olvidar a alguien cuando con ese alguien olvidabas todo lo demas. Es un bonito epitafio moral que sirve como puente a un cambio de personalidad, uno de los tantos que suceden, pero que sin embargo no funcionan, puesto que todo sigue igual que el primer día. Y qué más da que nadie sepa que este lugar existe, si es el mejor lugar del planeta. La ilusión de sentirse especial está a una lectura de distancia, pero nadie quiere darse cuenta de eso.

La solución de la discrepancia relacional que emana del fondo de cada habitación está dentro, una vez más, de un niño de ocho o diez años que te imita al caminar mientras tú luchas por disimular el sentimiento de que todo te da igual. Si vas a Nueva Orleans nunca pasarás por ahí porque esa casa no está reflejada en ningún mapa. Los animales intentaron clavar cuatro en dos, y el resultado no fue dos, sino treinta y ocho millones. Pero si entras no luches por salir, simplemente tranquilízate, porque la buena noticia de todo eso es que nunca vas a poder abandonarla, en un acto de contra-allanamiento. Si te gusta el frio y el chasquear los dedos, y que lo superfluo sea en realidad lo profundo, comienza a estirarte las orejas y a dejar de leer el horóscopo. Porque en este lugar de Nueva Orleans es donde acaba todo. Donde tu viaje termina. Donde tienes que llegar solo. Porque para qué arriesgar.

No esperes nada bueno de un sobrevalorado número impar

Para variar, no llego en el momento adecuado, llego ligeramente temprano, pero si doy a parar con el lugar exacto. Cuando llegas cinco minutos antes de que la cristalera se ponga a girar despiertas una mezcla de emoción y desidia. Aunque siempre es mejor aterrizar antes de tiempo que auto-explosionar en el aire. El lugar es pequeño e intensamente acogedor. Como si se empeñara en ser el local con más ganas de intimar contigo libra por libra de todo el continente.

El hombre que está detrás de lo que hace de barra pero que no es más que un trozo de mimbre con migas de galletas libres de carbohidratos es bajito, sin un sólo pelo en todo lo que se ve de su cuerpo, y lleva una camisa blanca en la que porta su empuje y anhelos. Dice que se llama Mica, aunque no sé si es Mica como el cantante de pop gay de dos metros de altura, o como Micah, el cantante de Memphis que toca folk y mata fascistas con su guitarra y lívidos con sus orejas. Me sirve un café con la leche dibujando algún tipo de hoja perenne y lo adorna con una especie de mueca con acento del noreste. El café sabe a fluido de posmodernista y mis únicas vistas son mi propio reflejo en un cuadro en el que hay fotografiada una pieza de electrónica con tal perspectiva que hace parecer que estás viendo un edificio falsamente realizable.

Mientras leo algunas de las cartas que le escribía Henry Miller a un tipo francés llamado Joey donde le explicaba que el surréalisme no es más que mear en la cerveza de un colega y que éste la beba por error, me pregunto si la repentina fugacidad del tiempo está ligada a lo cíclicamente repetido que se hace todo cuando tus aspiraciones se reducen a oler algo que huela bien, a no tener sueño después de las 23:59, o a no marearte por fumar demasiado rápido. Podría ser peor.

Podría ser peor. Ese café podría haber estado frío, la ciudad en la que estaba podía haber sido incluso peor o podría seguir queriendo autodestruirme buscando lugares semejantes a aquel sitio. Podría ser peor. Podríamos estar conduciendo por Egypto en 1934, o aparcados en Moscú cuando estalló el coche bomba que lo cambió todo. Al menos el gato sigue dentro de la caja.