Empieza a quemar igual cuando quema que cuando no quema

No sé. Tengo la sensación de que la única manera de vencer a esta ansiedad es involucrarme de lleno en una pieza creativa. Sé que en un principio puede sonar, no sé, pretencioso o sencillo en su forma para lograr una evasión que me perturba por su ausencia, pero pensar en ello y dejarme empapar por lo que surja de ahí es lo único que me tranquiliza. Esta ausencia de pensamientos positivos de segundo nivel es lo que me hace convertir mi amada parodia en una verdad dolorosa. Y las verdades puedo afrontarlas, es algo que he aprendido a base de meandros y cascadas, pero la mentira en forma de cortina de humo que alarga la tragedia lleva demasiado tiempo siendo late motiv en mi bagaje emocional. Lo que mejor me vendría ahora es esa tan invocada actitud expeditiva de la que a menudo hago gala, y pasar del aparentar al ser.

Si ni siquiera logro acertar con el diagnóstico cómo lo voy a hacer con el remedio. Podría empezar a probar todas las medicinas reales e inventadas hasta dar con la buena, pero entonces nunca sabría si acerté con una en concreto o por la suma de todas las anteriores. Siempre es por la suma de las anteriores y siempre influye su orden. No creo que sea homeopatía. Un poco de agua del grifo, una pastilla azucarada y una fe sin ningún sentido en pensar que todo va a salir bien, no. Es más bien placebo. Algo bien vendido sin saber de dónde viene pero cobijándome en la novedad, cosa que tanto hacía antes y cosa que tanto me cuesta ahora. No hay nada peor que aferrarse a un presente que no existe.

Seguramente el más craso error que cometí, uno de la colección que ya desborda mi sótano, fue el de pensar que por tener marca iba a doler menos. Cuando algo pasa por una herida, que más que herida ya es cicatriz, es como un cambio brusco de acidez. Es echarle sal a la sangre e intentar aplaudir sin moverte. Y aunque disfruto resignándome con mis contradicciones, esto más que contradicción es reiteración. Es dejar de cuadrar y volver a lo de antes. Y lo peor de todo es que también tengo la sensación de que por muchas cosas que intente o varíe siempre seguirá siendo lo mismo. Y nada me pone más triste y me enfada a la vez. Con todo, pero sobre todo conmigo. La sociopatía debería ser una elección y dejar de querer mirar siempre a los ojos, también.

Bueno. Dejaré de juzgar si todo es melancólico, inspirador o lo más deprimente que me ha pasado jamás y empezaré a inmiscuirme en el mundo menos real y más alejado de lo prosaico de año impar. Como esos días en que todo es tan kafkiano que parece un sueño, pero pretendido. Aunque así pierda su esencia. En realidad no tengo ni idea de nada. Pero de la más absoluta nada. Puede que no tenga ni idea de eso mismo, de si sé o no sé cosas. No hay certeza en mis pasos, ni en mis pensamientos, ni siquiera en mis certezas, que ya no existen. Salto a la comba con incertidumbre a un lado e improvisación al otro. Y siempre la primera agita la cuerda más rápido. No es divertido. Nunca va a parar. Nunca voy a querer que pare.

Ahora diría que me gustaría quedarme con la última palabra, pero prefiero decir algo con el sentido más vacío de todos pero con un tono muy enérgico y motivado aunque no diga nada. Joder, igual todo está en la forma y deja de estarlo en el fondo. Esta posmodernidad me abruma.

Girito.

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Lo que da el sabor al panettone es la doble t

Cuando paladeas la emoción, si no la escupes al cubo de madera que filtra por todos los lados y en el que en un lateral pone cosas bonitas que te hicieron sentir bien, corres el peligro de que se te haga hielo en la garganta y perezcas.

Una vez más.

Era una de esas tardes en las que el frío de verdad parecía haber llegado. El frío por aquí es un frío particular. Es seco, crudo y muy cruel. Además de engañoso. Puedes subir una persiana una mañana de diciembre y descubrir el sol más radiante jamás pintado, pero será un espejismo. Cuando abras la ventana una cifra con un menos delante golpeará en tu cara en forma de aire que no se mueve y acabará con tus ganas de festival. Pero aquella tarde ya no había sol. Esa especie de sol de medianoche que no luce se mecía con una niebla aún no muy espesa pero con pedacitos de hielo que cristalizaban en tus pestañas. Esto a mí me encanta. Lejos de ser una inquietud que persigue mi alma, el calor no hace otra cosa que volverte lento y poco lúcido. Ese calor de agosto. Tal vez por esto último haya llegado al punto en el que ahora me encuentro.

Espero en su puerta mientras golpeo una bicicleta yendo marcha atrás con mi coche. Una metáfora perfecta de lo que el diésel está haciendo con nuestro planeta. Pero como en ese momento el paisano de dos brazos que la conduce no anda cerca aprovecho para hacerme el sueco y así ser pertinente con el clima. Después aparece de un portal un señor con un gorro y unos guantes de esos que dejan las yemas de los dedos al descubierto, y me mira con un gesto de como querer saber qué ha pasado ahí. Mi contacto visual es cálido y cercano, y sin decir nada parece que le tranquiliza y sigue su camino. El crimen perfecto dicen que es el crimen que todo el mundo sabe que has cometido pero que nadie puede demostrar que lo has hecho. Una página más para mis memorias.

Hay veces que no sé si es que todo se pone de lo más alegórico posible o es que a posteriori es muy sencillo encontrar relaciones aunque no existan. Supongo que será lo segundo. Siempre es lo segundo. Después de seguir esperando por ti para no perder las costumbres apareces con tu clásica pose de chica insegura que camina rápido, pero que sabe que hay que detenerse cuando un semáforo se pone en rojo. Aquí seguro que podría hacer una paralelismo con tu manera de ser, pero más que hipérbole es oxímoron. Los semáforos rojos nunca fueron tu fuerte. Tú eres más de ámbar. Un eterno color amarillo, ese color que tú no aguantas pero que yo adoro y que sin embargo te estará persiguiendo durante mucho tiempo.

Una vez escuché decir que de las mejores cosas, lo mejor suele pasar antes de que pasen. Esa anticipación. Ese momento en el que vas a probar los labios más dulces o el filete más sangriento y justo antes de que entren en contacto con tu boca, ese instante, es el mejor de todos. Es un momento donde las expectativas siguen en todo lo alto y tu pulso se acelera lo suficiente para notar que estás vivo. Es la emoción empírica, tan efímera como sincera. Caminar contigo antes era eso. Y notar que la impaciencia torna en ansiedad, y después ser consciente de ello y dar un paso atrás para disfrutar de ese segundo y recordar que no hay otro espacio-tiempo en el que te gustaría estar. Claro, que eso era antes. Antes pasaban cosas bonitas y promesas de cosas bonitas. Cuando te pasa algo malo no te pasa nada. Cuando no te va a pasar nada no te sientes vivo, sólo quieres volver a vivir. Una conversación de small talk nos lleva a sentarnos en el taburete más duro del local con más niños por metro cuadrado a esa orilla del río.

La natalidad no es un problema. El problema es que siempre es excesiva.

Tu mirada no para quieta ni un instante buscando nada. Todos los estímulos que pretendes están frente a ti y entonces te digo algo que no esperas. Igual era tiempo de dejar de ser previsibles. Tengo la sensación de que últimamente cuando no he sido previsible para lo malo simplemente he sido a intransigencia lo que matices de marrón es a otoño. Una redundancia andante que estaba continuamente improvisando sin saber muy bien a dónde íbamos a llegar porque eso era exactamente lo que quería comprobar, y ante el fracaso de lo paulatino y de lo abrupto no me queda otra que ser expeditivo de distancia aunque cueste serlo de forma. Tus ojos, zigzagueantes hace unos segundos, ahora están temblorosos y desearían no estar conectados por garganta y nariz. Para variar, tus palabras no salen aunque tu cabeza eche humo. Contigo he aprendido muchas cosas, pero de la que más me acuerdo en ese momento es de tu capacidad de incontinencia pensativa yendo de la mano con tu plana y escasa dicción.

Ahora la voz en off sería un gran recurso. Y muy práctico.

Yo me siento liberado. Lo he dicho en voz alta. Hacía mucho tiempo que no sentía que mi carga se aligeraba de tal manera. En ese momento no sabía lo que iba a durar, pero tampoco lo pensé. La emoción te ciega y te abruma. Te abraza, te posee y te absorbe. Lo mejor es entregarse a ella porque dura tan poco que tu memoria emocional te lo agradecerá. Al sentirme libre del todo pido que me abraces y me dices que no, cosa que me sorprende. Pero segundos después las lágrimas más copiosas y espesas que jamás haya visto se deslizan a toda velocidad por tus blancas mejillas. Se tiende a idealizar o a exagerar esos momentos, pero juro que para mí esas bombas de agua habrían inundado el cañón más seco del mundo. Y no sólo iban llenas de agua salada. Si las llego a haber congelado y observado con un microscopio habría visto en forma de ser unicelular todas esas cosas que no fueron, que dudo que sean, pero que en tu cabeza no serán. Pero ese es otro tema.

Nada como un poco de soliloquio silencioso para volver a empezar. Por qué todo tiene que ser tan difícil. Siempre me preguntaré como con la persona con la que más fácil me ha salido hacer todo se llegó a complicar de tal manera que encontrar una fórmula perfecta fuera una quimera inalcanzable. Un algo que sólo el tiempo expondrá en el museo de los horrores o pasará a salvación de muebles bonitos y de época en el último segundo.

He dicho tantas cosas que ya no sé cuáles me creo y cuáles no. Las he dicho en voz alta, en voz baja, no las he dicho, las he escrito, te las he escrito y las he tatuado en el viento. Sólo sé que no sé nada y daría todo lo que sé por la mitad de lo que ignoro y todas esas mierdas. No sé qué va a pasar. Llevo viviendo al día cada día de este año y siempre pasa lo mismo: lo peor. Seguiré sin saber lo que pasa, y si salgo de esta saldré siendo el hijo de puta más curtido de todos.

Un regalo, una ausencia de promesa alguna y un saber si nos echaremos o no de menos será la última proyección que te entregue antes de que todo acabe y vuelva a empezar.

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