Ser feliz es un deporte de pillos

Aquel sitio era un nicho tan filosófico como zafia era su apariencia en un principio. Al llegar a aquel término siempre veías lo mismo: un pequeño camino, una fuente en el centro a través de la cual giraban todos los elementos que la rodeaban, y unos cuantos bancos donde reposaban las mentes más repudiadas de la capital más pequeña del país más occidental de Europa. Todo se mezclaba en algo más de cien metros cuadrados y seis veces cada hora se producía una aurora boreal de humo y desesperación. Pero la desesperación, al contrario que el apego por ese lugar, iba desapareciendo paulatinamente a lo largo de los minutos que estabas en ese tan extraño pero a la vez familiar espacio. Si eras capaz de aceptar la brillante premisa que se te proponía dejas de creer en el cielo por el hecho de que estás viviendo en él.

Allí todo el mundo fuma, y cuanto más y más rápido mejor. El café es un lujo que puede explotar dentro de ti, y caminar descalzo es la mayor atracción de la feria. Puede que todo sea pura nostalgia. Creo que por eso fumaban, porque les evocaba a un pasado, uno muy lejano. Fumar es como chupar los pezones de tu madre, sólo que en vez de tragar líquido fabricado en el interior de tu creadora tragas humo con amoníaco. Lo único que te mata es la vida, y en ese lugar todos estamos muertos.

El magnetismo que desprenden los elementos te hace sentirte más cerca que nunca de la naturaleza. La fuente que todos cuidan como si fuera el hijo descarriado de la familia que llegamos a formar es signo de ensimismación y cotidianidad, como aquel que ve todos los días a dos dinosaurios boxear. Su agua es más densa que el mercurio, y su fondo parece que nunca termina aunque veas el punto exacto donde lo hace. El ritual es tan sencillo como raro. Llegas, te asomas, tocas el agua, rozas verdades existenciales con las yemas de tus dedos hasta que descubres el sentido de la vida, retiras alguna apresurada hoja de un cada vez más cercano otoño y vuelves a tu butaca a seguir palpando cáncer en barra. Así, más de dos veces cada hora. Eso debía ser algo parecido al catolicismo, adorar algo que no entiendes por encima de todas las cosas y querer morirte para poder formar parte de ese polvo que se acumula en los rincones recipientes del dulce néctar.

Pero como si fuera una película de Jarmusch, lo mejor de aquel sitio eran sus personajes. Cíclicos, pero sospechosos. El primero que descubrí fue aquel niño de unos doce años que siempre iba con una gorra plana y daba vueltas alrededor de la fuente montado en una bicicleta sin frenos. Sólo paraba a descansar para fumar hierba con su madre. Su madre vigilaba a su hijo pequeño mientras éste se ocupaba de mutilar palomas con una pelota de fútbol imitando al ídolo local. Eran los más normales del lugar por el hecho de que gritaban todo lo que veían. Después estaba el personaje estrella, un anciano sin nada que perder y que nunca tenía prisa. Su endeble apariencia compensaba con el respeto que irradiaba. Su ya débil melena blanca, sus flácidas pieles y su rostro de controlar todo lo que estaba pasando en cada momento contrastaban con su fascinación por aquel denso líquido elemento y su limpieza, aunque no la necesitase. El hombre gordo que no paraba de fumar desde las nueve de la mañana, el tipo negro que hablaba con todo el mundo o la pareja de ancianos que se sentaba durante horas en el mismo lugar a ver pasar el tiempo eran los protagonistas de la mayor obra de teatro involuntaria jamás creada.

Lo itinerante y artistas invitados eran las especias de aquel gran plato. La joven y atractiva chica sin sujetador que leía poesía, el tipo de gafas redondas, barba y treinta y tantos que sólo iba a hablar con teléfono, los italianos que sólo iban a beber Super Bock caliente, o aquellas dos holandesas, una con el rostro más angelical jamás cincelado y otra con el tren inferior más potente nunca antes esculpido, daban continuación a la escena que nunca se detenía. Donde siempre pasaba algo. Donde siempre quieres estar aunque no sepas nunca por qué.

Dicen que morir es como un viaje, un gran viaje que puedes controlar. Como cuando domesticas el LSD y eliges donde ir. Morir en ataraxia es como follar con una erección perpetua. Yo no sé dónde quiero vivir, pero ya he decidido donde quiero morir.

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